jueves, 4 de enero de 2007

EL SACO DE LA SIESTA


EL SACO DE LA SIESTA
Romeo Marta.




“I am hope”
Neil Gaiman – Sandman
Preludios y Nocturnos


Con una mochila verde y un bolso negro, lleno de cientificismo, bronca y raciocinio moderno, fui a encontrarte. Era la siesta y una humedad adornada de bullas se hacía sentir sobre los guardapolvos y los sombreros en toda mi ciudad. Mi ciudad. Soñé de golpe, construí con el Sandman un hotel, un edificio extraño donde multitudes veían películas eróticas en los asientos más incómodos y se bañaban con luces de neón púrpuras profundas, subterráneas como el descubrimiento que haría. Un sueño donde el síndrome de Tourette tenía cura sin duda.

Cuando te hallé, con tu abriguito de pixie, cantando desesperada y hambrienta en el borde del último piso, recuerdo que un amarro de violetas se desnudó en mi barriga. Tenía una chompa estampada con colores, que eran un trucho remedo de Van Gogh. Danzando como gitano y gritando como Banshee invite a las cárdenas a escaparse del duplicado y cuando huyeron vi tus labios y los brazos que extendías con profundo amor, hacia mí, vi lo último que ve el Bodhisatva concentrado y lo primero que ven las espigas de trigo cuando vuelven a crecer. Vi al Cordero, la Copa de Oro, vi a Manitú corriendo en caballos crestudos de color caoba sobre tus cabellos.

Me besaste con el perdón irreversible. En el sueño, el movimiento rápido de mis ojos no duró una milésima; en la vida detrás de mis párpados, el beso y el consecuente abrazo duraron siglos, nos volvimos ancianos y momias y luego fósiles en esa opresión. No te había dicho nada, tu sólo dijiste “¿Por qué no?”, “¿Por qué otra vez nunca?, reconcíliate con el mundo, reconcíliate”, yo sentí que por primera vez en milenios lloraría de felicidad, tu eras mi cordón umbilical con una realidad alentadora, sin muerte ni tiempo. La lucha había terminado y veíamos un Sol blanco en nuestros ojos, plano y veloz como la comunicación perfecta que se extendía de tus venas a las mías.

Así, me dormí para siempre en tu pregunta y esperé la respuesta sin consternación.

Pero luego sentí a la bruja más cruda y pérfida en el portón del edificio y ví en un espejo como trepaba con ritmos marciales y robotizados. Circe, se había comido a las Tres Gracias, a los Tres Osos, a las Tres Muertes y a muchos tríos más. En su vientre, millares de mujeres se salpicaban de insultos unas a otras, esas matronas que en las historias de los mortales son más urticaria, castigo y penumbra que mujer, más odio que cantar de los cantares.

Sentí a un montón de amigos subiendo a sus espaldas, enmarañados como espinas en su voluptuosa sombra, y con sus chirridos y acusaciones iban cambiando los escalones de mi precioso edificio, transformando el neón púrpura profundo en mármol frío, en concreto mugriento por el cuál rebotarían una y otra vez mis huesos cuando me atrapasen. Los sentí con uniforme, con malicia y con los bolsillos bien pagados de chisme y prejuicio. Los sentí como dedos índices monstruosos y llenos de medallas de honor, dispuestos a caer encima del primer culpable, sus caras eran la primera piedra, la que más dolía por ser la traición inaugural.

Subieron los escalones Circe y las Gracias, que se arremolinaban indigestas en su boca, y me di cuenta de que era Barrón en la calle Harrington, de que el edificio era entonces la prueba de que la nada siempre tiene sus pasmosos aliados. El sueño se marchitaba, pudriéndose hasta oler a íncubo. Subieron los escalones y yo – Barrón – grité por la ventana como hace más de veinte años. “Nos están matando” grité, como si esas mujeres fuesen los paramilitares que minutos después destrozarían mi cuerpo a patadas. Grité viendo a mi madre que caminaba por las calles cercanas a la morgue, sosteniendo mis botas llenas de sangre y humillación, sosteniéndolas con los brazos y la joroba, como si fuese mi cuerpo mismo el que sostenía, incrédula de que su hijo se haya convertido en ese muerto blanco y
asustado.

Pero, como en la Harrington, nadie vino ni vió ni oyó nada, y yo, que tan sólo había recuperado las ganas de respirar en tu abrazo, observé como frente a mí se inflaba una pulpa venosa e informe, y se transformaba en una cama de dos plazas, desordenada y llena de bultos que hacían tumores entre las sábanas pecaminosas, que olían a sexo y a culpa. Nada tenía ya de ti ese camastro, tú me esperabas en el hall, con ansia, con el bolso negro y la mochila verde con los que yo había entrado al sueño para encontrarte.

Antes de que baje los escalones para seguirte abrazando, llegó Circe, el pelo teñido de negro, los ojos grandes como los dibujados en las cartas del Tarot, lloraba “andáte a la mierda” me dijo, mirando la cama, la prueba inefable para ella de que yo la había abandonado.

Cruzó mi cara con un zarpazo único, sin siquiera verme, me destrozó la boca y el mentón y transformó la sonrisa que me dejaste, en una hilacha de nervios y tejidos colgantes, mi sonrisa no se borró pero mi hueso desencajó por completo. La miré con desprecio profundo y corrí a encontrarte, pero ya el hall había cambiado, ya los paramilitares me asestaban los culatazos. Rodé como había rodado en Capinota, sangrando por la nuca y la boca y cuando llegué al piso, vi hacia la puerta, estaba mi hija allí, parada, tranquila y me arrastró de espaldas hacia el despertar. Lo último que recuerdo ahora es mi construcción elevada, mi Gaudi simple pero hermoso, el edificio trastornado y las ventanas que lloraban y dibujaban palabras con sus lágrimas lodosas: “Morfeo,
Oneiros,
Morfeo,
Onerios,
Morfeo” repetían en un coro minimalista y arriesgadísimo.

Recordé un juego de adivinanzas, donde se enfrentaban El Sueño y un demonio, el que perdía se sometería al fuego fatuo, el demonio cantaba “Yo soy la mosca, que pica al jinete, que picó al dragón que picó a mi Quimera”. El sueño se avivaba y cantaba “Yo soy la araña, Aracné que teje, que muerde a la mosca y al Señor de Las Moscas, que lo hace rabiar, yo soy el castigo y el premio y luego y por ende, soy el Universo”. Y el demonio cantó “¿Así que esas tenemos? Pues yo contra Ti, soy La Nada, el Profundo Vacío de la Anti Materia, el cantor y el juglar que han descubierto que un átomo de hidrógeno vacío es también poderoso”… “yo soy la Esperanza” dijo luego Oneiros al salir del infierno, sonriendo a pesar de escuchar los gritos del impío, del perdedor.

Mi hija Rafaela - Eurídice - había venido a cumplir su promesa, estábamos a mano, me condujo sin prisa, riendo y cantando idilios de dinosaurios y patos y mariposas en blanco y negro, me condujo hacia este mundo mortecino.

Desperté, y como en todo sueño y después de toda noche, los vestigios de la esperanza y de tu perfume y del color de tu cabello caoba y de tus uñas y de tu pregunta y de tus propios sueños, se fueron deshilvanando.

Desperté con la seguridad de que esta siesta perdería su torre, su armatoste de anhelos en cuanto me incorporara, por eso me quedé con los ojos cerrados, recordándote, viendo si podía abrazar mi aliento con la misma fuerza en la que tú me abrazabas. Rogándole a los Dioses que en alguna parte del Universo, la partícula opuesta e idéntica de mi alma te siguiese abrazando, en una memoria que para ellos recién empezaba y que para mi comenzaba a morirse, a transformarse en silogismo.

Y luego de decidirme a abrir las cuencas, borracho de un amor científicamente improbable, botaba sangre aún por mis labios y limpiándolos miré son sorpresa como a mi lado se había acostado un mugriento talego, un costal donde los Milagros habían escrito el sueño tal y como trato de contárselos ahora.

Me vestí con esa inmundicia blanquecina y percudida y corrí a través de ese despertar, para que todos vieran la ridiculez de un hombre feliz, que deambulaba velozmente por las calles de mi ciudad, pero no me di cuenta de que estos descubrimientos son poca prueba para la alegría.

Mi cuerpo aquél, el que te amó con todo, se había quedado en el colchón, encogido como una esperanza astral de un horizonte que se veía solo en otro cuerpo, en otro lado del cosmos. Ese cuerpo que no quería desprenderse del recuerdo, mordía la última y definitiva hilacha del talego, y cuando llegué a este ordenador, solo tenía sobre el cuerpo un pedazo ininteligible, carcomido, como cagado por las palomas invisibles de los sueños… el Otro se había ido tragando el sueño, deshilvanándolo como la memoria que yo guardaba de ella.

Ese pedazo restante es el que les envío ahora, a ustedes, que como yo despiertan y dudan de si aman a alguien de este mundo, dudan como yo dudo ahora de que el amor de las canciones, las farsas y los poemas sea algo más que una siesta a la que acompaña el cuerpo, dos cuerpos, mil cuerpos, vestidos de un saco inmundo, que es poca prueba para la felicidad y parece una oscura antimateria, de esas que no se dejan ganar ni con la esperanza.

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