jueves, 4 de enero de 2007

Los Nudos del Silencio


Romeo Marta

“Don´t tell god your plans”
(David Bowie)

El tigre blanco lo había arrastrado tirando de sus piernas hasta el borde interior de la caverna. En la saliva hambrienta y melosa del animal, los nudos se desataban como gusanos acalorados que comenzaban a despertar. Que los nudos perdieran su forma representaba un peligro horrendo… y muy cercano. Estaba pensando en eso, desesperándose con la idea del fracaso, cuando el pobre tigre estalló como una piñata rellena de bengalas, de adentro hacia afuera, sus restos irreconocibles empezaron a oler como ozono viejo y recuerdos de venganza.

¿No se han puesto a pensar que el dios de sus destinos es en realidad un perro?. Tanta adversidad y degradación, tantos hombres golpeando a sus mujeres, extendiéndolas como fardos inertes sobre la nieve, tanta fetidez y corrupción, como la del año pasado. Aún así tienen el descaro de escribir el nombre de su dios en las paredes del templo, en todas las murallas, hasta en la espalda de nuestros hijos puedo verlo, rasgado con sangre y alquitrán, eso es la religión de este pueblo repugnante: una mancha informe, un testimonio de la mentira. Los malignos shamanes nos han vendado los ojos, nos han hecho creer que algo podía existir, fuera de la carne, fuera del hueso y del sufrimiento, pero nada, sólo existe el mal, el encantamiento perenne, el olvido de los Dioses Solares.

En su mente se explicaba, repasaba y rehacía con meticulosidad cada uno de los nudos. Veía el espinoso enredo que le cruzaba el omoplato, el pentagrama de lianas y plumas que cortaba su vientre, el conejo sacrificado que le colgaba en segmentos por todo el cuello y de cuyos ojos vacíos emergían las sogas que asediaban su cuerpo. El tigre lo había volteado sobre el estómago y los nudos podían deshacerse en cualquier instante, pronto el sortilegio no tendría efecto. Había sacrificado - inútilmente - la vida de todos en la aldea.

La nieve empezó a oscurecer la entrada de la cueva y el miedo se hizo sólido, presente.

Yo cargo con mis ideas, mis vicios y mi comida. En mi espalda rancia no solamente están los años, están las estampillas de todos los maderos que he llevado para calentar mi hogar durante más de doscientos inviernos. Soy anciano y a pesar de la certidumbre de la muerte, soy poco devoto, mi odio hacia las religiones me ha hecho fuerte, soy la realidad. Frente a mí, uno de esos títeres que pertenecen al Lama me saluda con falso respeto, escupo a sus pies. Ellos no escriben el nombre en las espaldas de los niños, pero tampoco hacen nada para borrarlo. Encerrados como estatuas en sus monasterios, atiborrados de oro y cantando con las voces de los demonios, invocando a las Negaciones de Los Vientos. Cuando llego a mi hogar, salen a recibirme dieciocho nietos, el pan que ya está pudriéndose en mi costal no alimentará bien ni siquiera a diez de ellos. El año pasado Levik, al que le decían Petigrís Triste, ha muerto. Su padre levantó el dedo acusador hacia mí, culpándome por tener doscientos años y no saber nada de curanderismo. No soy un curandero, no creo en esas estupideces, soy un hombre de ciencia, vivo del conocimiento que escribo en mis libros y que cargo en esta misma espalda.

Nunca, durante más de cien años - y cien años, aún en la villa de Nak Rea son muchos - nadie lo había visto llorar. Sintió que las púas anudadas que él mismo había clavado en sus piernas se habrían, como flores macabras que adquirían una voluntad traicionera. En pocos minutos dejarían caer los Yvubal, los embrujos definitivos. Un Yvubal fuera de la carne bastaba para que murieran mil mujeres, eso le habían dicho. “Un Yvubal sin sangre de la qué alimentarse no atraerá al Silencio, atraerá a las Desdichas”. Con esas palabras le había advertido el que No Tiene Rostro, el brujo. Se volteó de golpe, elevándose con las piernas como si fuera un salmón fuera del agua, y sintió que el fémur se le dislocaba por la fuerza del impulso. Gritó hasta que le pareció que su garganta era como la nieve, fría, blanca, espantosamente seca. Pero pudo voltearse y luego se dedicó a buscar, miró sobre la nieve a su costado y luego temerosamente, movió la vista hacia su pierna.

El agujero horrendo que el Yvubal había hecho en sus músculos, ahora parecía sonreírle, como un presagio escrito por manos deformes, llenas de dedos húmedos y reptantes. Como escrito por el Silencio y sus Beth - Zegeles.

El Yvubal no estaba en su lugar, lo vió más allá, lejos, entre los restos del tigre, como arreglado recónditamente, adornado por la sangre y las tripas del animal. Antes de imaginarse a todas las mujeres que – por culpa suya – berrearían esta noche, comenzó a llorar, cien años de lágrimas aguantadas le bañaron los pómulos, el cuello, el vientre. Lágrimas que perforaron la nieve indeleble y que abrieron los ojos de Las Desdichas, que esperaban siempre a lo lejos y que habían estado viendo todo el ritual de los nudos, desde que amarró el primero, cerrándolo sobre su cuerpo, comenzando con esa tortura dedicadamente inflingida, ese martirio que era tan necesario para solicitar cualquier venganza, la venganza de Silencio, cruzó los espinos, hizo los nudos y mató al conejo, tal y cómo se lo habían enseñado.

Una de Las Desdichas, la más hambrienta, contó la historia de la humanidad y de los Luzbeles. Habló del engaño de Hassemjá, El Que Rompió La Puerta, y de todos los que lo siguieron. Y contó como entre los rebeldes destructivos, un enorme y hermoso Ángel - La Estrella de La Mañana - sostuvo la Tea de la Sabiduría todo el descenso. Cuando los Luzbeles llegaron a la tierra y fueron enajenados, convertidos en humanos con penes y vaginas, divididos e idiotizados, empezaron a perder su naturaleza destructiva, se convirtieron en animales. Hassemjá cambió su nombre a Hassajas y luego a Satánas y después a Satán, para hacerse pasar por un amigo, para perder su origen definitivamente. Pese a este engaño, Lucifer, La Estrella de La Mañana, volvía volando hacia los hombres, para despertarlos, llevándoles regalos que no eran más que perlas para los cerdos. Algunos despertaban con amor al ver la Tea de La Sabiduría, El Arca o Las Alas del Sol, los Regalos, ellos descubrían la Escencia del Todo y abandonaban la tierra para siempre. Otros, despertaban con furia, con ganas de venganza, y estrechaban con malevolencia su pacto de traición contra Los Dioses Solares.

A ellos, Las Desdichas y El Silencio, les romperían el alma.

No sé como, pero los sentí llegar. Eran aves, estoy seguro, una nube de aves ciegas que tropezaban con todo lo que estaba delante de ellos, parecía que no podían ver con claridad o que el reflejo de la nieve les destrozaba los ojos. Eran negras y horrendas, como los cuervos de los shamanes, pero tenían orejas y cuando reventé a uno de ellas a pedradas, me dí cuenta de que lo que no tenían eran plumas. Essak Sé, mi esposa menor, tomó a una en sus manos, yo me percaté muy tarde de ese error. El horrendo pájaro le mordió un dedo, fue suficiente; ella murió con el resto. Mil mujeres en una sola noche, tuvimos que amarrarlas a los camastros para que no nos mordieran, su furia era una maldición para la que nunca se nos hubiese podido preparar.

En el lugar donde quemamos los mil cuerpos, observé la casucha resplandeciente, tenebrosa, de tejas negras y paredes hechas con lapislázuli, por curiosidad y por frío me acerqué a ella, y en su interior conocí al brujo Rerzekbel, que tenía un solo ojo enorme en vez de rostro, y hablada moviendo los párpados. Todos mis amigos dejaron de cruzar palabra conmigo desde aquel día y se oscurecieron en un luto invernal, adormeciéndose en la oscuridad de sus casas solas.

El Silencio se reiría de él, eso pensaba. En realidad todo existía. Todo. Habían millares de vidas y existencias fuera de la carne, del hueso y el sufrimiento. Cuervos fantasmas, Tigres de Dos Cabezas, búfalos que hablaban y cabras aladas, dioses Mono y dioses Serpiente. No importaban las mentiras de los shamanes y las reverencias de los monjes, lo que Es, Es. Los cuentos que leía Levik antes de morir tenían más de cierto que la ciencia de los hombres, mucho más de certero que la amargura metódica y cortante con la que se había engañando tanto tiempo. Seguramente antes, alguien trató de hacer los Nudos del Silencio para llamar una venganza y por ello, tantas mujeres habían muerto bajo la locura de los murciélagos. Recordó a su padre, de quien todos decían que había vivido más de cuatrocientos años, él le dijo una vez, mirando a la luna de Nak Rea, “la ira y la tristeza pueden más que la fe, sobretodo en los hombres que viven para el odio”.

Después de pensar en ello, lloró un poco más, pidió perdón a los Dioses Solares y se preparó para la muerte, entonces Silencio, bestia dormida, despertó famélica y empezó a acercarse con un vuelo cerrado, en el que se agitaban sus treinta alas translúcidas, debajo de un collar de cabezas cercenadas, ánimas perversas que proferían palabras de maldición, palabras que secaban los abetos alrededor de las sombras. Sobre su joroba, Hastur, cuyo nombre no puede decirse, montaba calladamente. El Silencio cayó finalmente, y los nudos se desataron por completo.

Tenía rabia por todas nuestras mujeres, muertas en ese mar de dientes, saliva y furia, en esa irracionalidad. Casi de inmediato, al entrar a la casa, le pregunté sobre sus hechicerías, inquirí sobre cómo podía hacer para maldecir a los inútiles shamanes, a los monjes del Lama, a todos los religiosos y pusilánimes que vivían de la credulidad de mi pueblo. Él me dijo cómo hacer los nudos para invocar a Silencio, cómo introducir las palabras de la Nada en los Yvubal, y cómo perforar los hechizos en mis piernas. También me habló de Hastur y de todos sus Zegeles, los que no tenían forma, los que antes habían sido ángeles para nuestro pueblo y ahora nadaban por el firmamento como cangrejos negruzcos llenos de ojos y de deseos de destrucción. Habló de las Desdichas, las tres, las que vienen como alegría pero son muerte, las que cumplen deseos y llenan vasijas de oro, y parecen mujeres, dijo, pero sólo tienen cabeza de mujer y por debajo de ellas se extiende una existencia putrefacta, llena de escamas como la de los dorados que cruzan nuestros ríos; escamas, dientes, garras y finas algas que tienen inteligencia propia. Pero sobre todo habló del Silencio.

El Silencio, ahora lo recuerdo, él le llamó Ajamsek Sekbel. Yo sentí que sonreía detrás de ese párpado membranoso y saturado de venas. Sekbel es lengua antigua, mi padre nos prohibía decir los nombres de las cosas en la lengua Sekbel, era un habla sucia y llena de malos augurios, según él. Ajamsek Sekbel quiere decir “el que no perdona a los que han huido”.Yo he huido. Yo quise las vasijas, el oro y el fuego de la vida. Y cuando no los tuve, quise la venganza. Ahora lo sé, en medio de esta caverna horrenda, con los amarros y los Yvubales derramándose por todos lados mientras las hormigas de la cueva se acercan, ahora que comen del tigre y que miran de reojo a mi cuerpo roto y trozado, ahora que lloro y que he matado a mi pueblo. Sólo me queda esperar que el Silencio termine de alimentarse de mi cuerpo antes que las sucias hormigas.

Nak Rea desapareció en medio de una tormenta que tardó sesenta años en cubrir la aldea. Cuando la primavera derritió el sudario de nieve, los monos carroñeros encontraron un pueblo de hombres tristes, gélidos, un pueblo y ninguna mujer. Se llevaron los cuerpos de esos seres hacia la caverna más próxima y allí esperaron a que se descongelaran para que el sol los pudriese. Y como esa descongelación tardaba demasiado, cientos de años, uno de los monos aprendió a hacer fuego para derretir a los cadáveres, y cuando lo logró, todos los otros monos añoraron ese poder.

En la mente de los más pequeños y tontos, los que nunca podrían tener el fuego, creció una idea terrible.

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