jueves, 7 de diciembre de 2006

Todos los momentos del cielo.

Todos los momentos del cielo.

La piedra que Apolo sacó de su carro, incómoda, atascada en las sandalias de platino, fue lanzada al manto negro . Allí, chocando contra el frío del Gran Misterio, Artemisa se hizo rostro, desde entonces buscaría siempre un guiño del Dios cabalgante y el respondería con púas de fuego blanco, para siempre. La piedra hecha rostro tenía incompleta una punta, había caído en la mesa de Artemisa y de ese pequeño y mugriento guijarro se aprovechó Ares, con una lágrima creaba tempestades, con una roca hizo una milenaria lluvia de meteoros, que empezaron a caer cuando las trilobites y aún siguen cayendo cuando los extraterrestres.

Atenea usó la miel de sus frases para convencerlo de detener la bulliciosa fiesta de destrucción, le habló del daño que hacía con sus cohetes de fuego celestial. Démeter le prometió la manzana más preciosa, el árbol más fecundo, la mujer que tuviese una matriz para dar sesenta hijos en una sola vida.

Ares se negó, un rencor misterioso s escondía en su casco.

Así encontramos un fósil enlodado dentro del automóvil que ya se hundía, el abuelo lo lanzó hacia la noche, vi que sobrepasó incluso la copa del pino más alto. Sacó a Luna, mi abuela, fría y blanca, no sé como lo hizo, pero la sacó él sólo del carro. “Que me guiñe el sol” decía ella, aturdida por el golpe, sobre sus cejas temblaba una pincelada de sangre. Casi inmediatamente yo levanté los ojos, como motivado por la incoherencia, hacia otro lado del río. Sobre el techo del automóvil abollado, vi varias estrellas fugaces que refulgían en el capó.

Alcé aun más la mirada y contemplé lo increíble, vi en menos de un minuto al menos diez estrellas vagando como pequeños peces de fuego que desaparecían bajo las manos negras del cielo. Mi abuela me susurró algo ininteligible al oído, mi abuelo le besó el rostro frío y le prometió llorando que si de él dependía, tendrían otros doce hijos por lo menos. Se abrazaron olvidándose de la muerte que había estado tan cerca. “No vas a hacer nada, por favor” dijo la abuela, acariciándole la mejilla al viejito. “Ya veré yo que hago”, le respondió entre suspiros el abuelo.

Poseidón, enfurecido, llena la espalda de llagas supurantes por las rocas que había aventado el guerrero, juntó los meteoritos en una gran olla bajo el Mar Único, confabuló cizañero a los oídos calientes de Hades, pidió el yunque y el martillo de Hefesto. Bajo su brazo musgoso, poblado de escamas del tamaño de una casa, el yunque vio en su vientre a la aleación terrible, el Arma Del Fin, la honda de oro que antes fue trinche y cayado sostenía ahora a la primera bala del mundo.

Cuando llegamos a casa, la abuela ya estaba dormida. El abuelo la depositó en la cama con calma, diluyendo sus sollozos en suspiros que al final se convirtieron en su cansada respiración habitual. Se olvidó de que yo lo miraba y de que lo seguí hasta el cuarto. Allí, abrió su gaveta y – contándolas una por una – metió seis balas en su pistola, una colt dorada que que fue regalo de mi padre. Tomó también un martillo del fondo del cajón más viejo y volvió a caminar, dejando charquitos de sangre y lodo tras sus pasos, hacia la puerta de la casa.

Dispararon los dioses de la tierra, el agua y el infierno, y los celestes quedaron aturdidos por el proyectil dorado. El sonido vibrante y aullador de la bala quebró la olla de Hestia, y derramó por los campos el fuego sagrado del hogar. Prometeo llegó a ver parte del fulgor que ahora quemaba los campos, “una vez fue mío”, pensó, antes de que el ave le volviese a comer las tripas y el volviese a olvidarlo todo.

En el camino la bala chocó contra el Ala Justa, rompió una pluma de Zeus - el Águila del Cielo - y Afrodita, que iba en sus espaldas, estuvo a punto de caerse al abismo de lo No Creado. Zeus no tardó en mostrarse molesto, por fortuna Hermes estaba cerca y logro apaciguarle contándole un chiste que nadie antes había oído. La bala viajaba más rápido que la luz, más veloz que las ideas, pero aún así, despreocupados y sonrientes, Zeus y Hermes se sentaron a planear el castigo contra la afrenta. En minutos decidieron el destino de esa bala pendenciera y el Águila del Poder dio un pequeño brinco y la alcanzó con el pico, masticó con fuerza, botando chispas por los ojos. Le ordenó a la noche que se cerrara en un guiño. Y cuando el ojo oscuro se abrió, la bala ya estaba convertida en una pequeña perla.

A dos cuadras de la casa, vivía el mecánico en una casucha. Esa misma noche el abuelo rompió los goznes de la puerta de madera a martillazos y entró como un minotauro rabioso, tan rápido sacó el arma que yo – pasmado, observando desde el patio – no pude distinguir el brillo dorado que antes tenía. Ya don Surubí, el mecánico, se había levantado y escrutaba ansioso la oscuridad con sus ojos de pescado, de allí el sobrenombre que le daban. El abuelo disparó contra la cama abultada y una lluvia de plumas inundó el cuarto, iluminándose a través de las ventanas sin cristales, las plumas salieron hasta el patio, huyendo en los remolinos que les propinaba el viento caliente de la noche. Don Surubí encendió la luz, y vi al lado de su cama una foto sepia, enmarcada en un pedazo cortado de metal.

“Vas a aprender a arreglar autos, maricón”, dijo el abuelo agitado pero con voz firme, tenebrosa. Don Surubí no dijo nada, lo miró con cara de rencor supremo, sosteniendo sus pantalones. “Los frenos del Apolo casi nos matan esta vez, nos fuimos hasta el río”. El abuelo le decía Apolo al pequeño Volkswagen que tenía porque – según él – era el carro del sol.

Pude ver entonces la foto con claridad: una hermosa mujer que se parecía a la abuela sonreía aguantando un gallo de pelea entre las manos. Don Surubí lanzó una mirada temblorosa a la foto, trató de ocultarla con su gordura. “Ya no es tuya, maricón”, le dijo el abuelo. “Olvídate de una vez” terminó y se dio la vuelta, me sostuvo de los hombros y empujó con su cuerpo hacia delante.

Nadie supo, milenios después, que fue de la perla dorada que hubiese podido ser guerra entre los Dioses. Algunas Furias y Ninfas murmuran por ahí, que Zeus se la regaló en un collar a Hera, y que fue desde entonces que ella quiso ser la protectora de las nupcias, los noviazgos y compromisos.

Esa noche nos fuimos callados a la casa. Le pregunté al abuelo porqué había disparado. “ese maricón lo hace al intento, hace años que le gusta la abuela”, me dijo. Me conformé con ese misterio.

Cuando llegamos, la abuela estaba despierta y se había puesto un vestido, unas manillas y un collar de perlitas. El abuelo, atónito, le preguntó: “¿Qué estás festejando? ¡Andáte a la cama!” y luego se fue él a dormir, refunfuñando. Yo me quedé al lado de la abuela, que festejaba el seguir viva, obviamente. Pero creo que lo que más le alegraba era seguir al lado del abuelo, para recordar todos sus momentos mientras los dos viejitos se apagaban en sus olvidos y accidentes, todos los momentos del cielo.

Escuchándola cantar, me adormecí sobre el mesón:

“…We´ll return dear
to the skies
and we´ll vanish
the pain and the sorrow
until tomorrow
good bye"

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno!!! me encantó.

Besitos