martes, 19 de diciembre de 2006

Richard sin muerte (Parte 2)

Cuando me acordé, habían pasado los años. Me acordé de encontrarlo, de qué sería de su vida y de si esta vez estaba muerto en serio. Me vestí con miedo y abrí la puerta de mi cuarto con flojera. Afuera y arriba, un sol que se ensuciaba con el aire me escrutaba y yo fingía el equilibrio que no alcanza. Al recordar a su padre, el día anterior, me entraron unas náuseas incómodas.

No es fácil perder a los amigos, ya había perdido uno hace mucho tiempo. Nos visitan en los sueños, como si existieran sus cuerpos todavía, nos ayudan a cruzar lagos oscuros o simplemente nos espantan con sus cuencas vacías y se ríen de nosotros. Pero al despertar, no están en esta existencia, y eso nos llena de angustias inservibles. La ausencia es una presencia que no se puede abrazar.

La última vez que nos vimos era un farrazo terribólico en navidad, con pelea callejera incluída y conmigo llegando a la muy acomodada fiesta de casa, bañado en chicha, vino barato y cerveza de hielo. Esa vez también teníamos a Jose Luis, el enano desvirgado que siempre andaba con nosotros y a quien yo sopapeaba sistemáticamente.

Pero aquí, toda la historia está desordenada. Con un poco de cronología, la cosa iba así. Primero, en la mañana, llegamos a la casa polvorienta del "Muertito", que olía a guardado y a niños sucios. Le decían Muertito porque nunca tenía que comer, horrible nombre el que le pusieron pues a sus 4 años, uno de sus hijitos, el Pepelucho, se murió de disentería por comer basura. La gente ya no le decía el Muertito así nomás, de frente.

Era un estúpido de esos miles que hay, pero siempre estaba sonriente. Nunca tenía dinero para alimentar a su familia ni para mejorar su casa de un cuarto y un chiquero, pero cuando llegaba San Joaquín, el Muertito podía juntar entre cuatrocientos y quinientos dólares, quiénsabe de dónde, solamente para tirarlos en adornarse un santo de yeso y en comer toneladas de chancho acompañadas de chicha tibia.

Invitaba a todo el barrio y - por supuesto - la misma gente que lo tildaba de "irresponsable" o "borracho" estaba allí todos los años, embutiéndose de fricasés y enrollados hasta quedar hastiada. También solía hacer lo mismo en navidad, desdichadamente, en una de sus bacanales, compró un chancho enfermo y la gente que lo comió, fue sufriendo de extrañas convulsiones conforme pasaban los años. Era triquina cerebral, los vecinos dejaron de asistir al San Joaquín donde el Muertito.

Así que esa navidad, el muertito estaba solo y borrachísimo, sus hijas - que eran mestizas preciosas y delgadísimas - ya no vivían con él y su mujer se había fugado con un camionero. Nos invitó un oporto dulzón y barato que sabía a sangre tibia y con él empezamos el bacanal que terminaría con la desvirgación de Jose Luis.

Richard, ese día, estaba un poco extraño. Pero era normal,él siempre era raro. Tenía un ojo pequeño, más rasgado que el otro. El decía que cuando era ch´iti, se había untado lagañas de perro en ese ojo, para ver a los fantasmas de sus abuelos. Jose Luis decía que seguramente los vió y por eso era medio loco. Era el único ch´iti que se había animado a hacer semejante tontera, todos sabíamos que las cosas que ven los perros son secretas, solo para los perros.

El rostro de Richard era una mezcla de una estatua de la isla de Pascua con el de algún aborígen mencionado en los cuentos de Lovecraft. Era feo y duro, la primera cualidad era su congoja, la segunda su orgullo. Ser duro en este barrio de mierda era necesario y los que lo lograban sobrevivían.

Teníamos un amigo, César, un pandillero anormal que era aún más feo que Richard. Un día, mientras jugábamos billar, entró al salón un camba enorme y furioso, en dos segundos sacó un revólver y le disparó a César en el hombro, a quemarropa. La bala entró por el hombro derecho y salió por el otro hombro, le partió medio cuerpo, pese a que era una pequeñita Colt 22. César parecía muy duro, esa bala probó que era un "pan de agua". El pandillero se murió ahí mismo, sin decir nada, temblando de frío mientras todos salíamos mudos, a las carreras, tropezándonos con las bolas de billar y la sangre oscura.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Saturno sin hijos


Saturno, pintado en el sudor de Goya, conocido en el Lugar sin Tiempo. El cuerpo sangriento que se rasga en la muela, él, horror de Dios, comiéndose sus hijos, sus semejantes, los días y las noches. Comiéndonos la muerte, el pestañeo del tiempo irrecuperable, mordisco del tiempo en nuestro cuello.

El anillo alrededor de la esfera, la cárcel asteroidal, pena para semejante filicidio. Aprisionado, como esfera de gas y piedra, pagar por comer sin piedad. Pagar con tornados que horadan las horas y fuego que marca la espalda.

El universo como manto, negro a nuestros ojos, dorado al ojo de cualquier ángel, manto que se turba y enrolla sobre pesadas y misteriosas masas, sobre tiempo inconclusos, gusanos que atraviesan los sueños, la carne inservible, y agujeros negros de ida sin vuelta.

Allí busco el tiempo que se comió Saturno, el tiempo que no vuelve, una vez encontrado el Primer Lugar, la ciencia del hombre caerá, inútil para siempre. Regresaremos, Saturno llorará por sus hambres, temerá sus miedos, no tendrá ya más que comer.

jueves, 7 de diciembre de 2006

Todos los momentos del cielo.

Todos los momentos del cielo.

La piedra que Apolo sacó de su carro, incómoda, atascada en las sandalias de platino, fue lanzada al manto negro . Allí, chocando contra el frío del Gran Misterio, Artemisa se hizo rostro, desde entonces buscaría siempre un guiño del Dios cabalgante y el respondería con púas de fuego blanco, para siempre. La piedra hecha rostro tenía incompleta una punta, había caído en la mesa de Artemisa y de ese pequeño y mugriento guijarro se aprovechó Ares, con una lágrima creaba tempestades, con una roca hizo una milenaria lluvia de meteoros, que empezaron a caer cuando las trilobites y aún siguen cayendo cuando los extraterrestres.

Atenea usó la miel de sus frases para convencerlo de detener la bulliciosa fiesta de destrucción, le habló del daño que hacía con sus cohetes de fuego celestial. Démeter le prometió la manzana más preciosa, el árbol más fecundo, la mujer que tuviese una matriz para dar sesenta hijos en una sola vida.

Ares se negó, un rencor misterioso s escondía en su casco.

Así encontramos un fósil enlodado dentro del automóvil que ya se hundía, el abuelo lo lanzó hacia la noche, vi que sobrepasó incluso la copa del pino más alto. Sacó a Luna, mi abuela, fría y blanca, no sé como lo hizo, pero la sacó él sólo del carro. “Que me guiñe el sol” decía ella, aturdida por el golpe, sobre sus cejas temblaba una pincelada de sangre. Casi inmediatamente yo levanté los ojos, como motivado por la incoherencia, hacia otro lado del río. Sobre el techo del automóvil abollado, vi varias estrellas fugaces que refulgían en el capó.

Alcé aun más la mirada y contemplé lo increíble, vi en menos de un minuto al menos diez estrellas vagando como pequeños peces de fuego que desaparecían bajo las manos negras del cielo. Mi abuela me susurró algo ininteligible al oído, mi abuelo le besó el rostro frío y le prometió llorando que si de él dependía, tendrían otros doce hijos por lo menos. Se abrazaron olvidándose de la muerte que había estado tan cerca. “No vas a hacer nada, por favor” dijo la abuela, acariciándole la mejilla al viejito. “Ya veré yo que hago”, le respondió entre suspiros el abuelo.

Poseidón, enfurecido, llena la espalda de llagas supurantes por las rocas que había aventado el guerrero, juntó los meteoritos en una gran olla bajo el Mar Único, confabuló cizañero a los oídos calientes de Hades, pidió el yunque y el martillo de Hefesto. Bajo su brazo musgoso, poblado de escamas del tamaño de una casa, el yunque vio en su vientre a la aleación terrible, el Arma Del Fin, la honda de oro que antes fue trinche y cayado sostenía ahora a la primera bala del mundo.

Cuando llegamos a casa, la abuela ya estaba dormida. El abuelo la depositó en la cama con calma, diluyendo sus sollozos en suspiros que al final se convirtieron en su cansada respiración habitual. Se olvidó de que yo lo miraba y de que lo seguí hasta el cuarto. Allí, abrió su gaveta y – contándolas una por una – metió seis balas en su pistola, una colt dorada que que fue regalo de mi padre. Tomó también un martillo del fondo del cajón más viejo y volvió a caminar, dejando charquitos de sangre y lodo tras sus pasos, hacia la puerta de la casa.

Dispararon los dioses de la tierra, el agua y el infierno, y los celestes quedaron aturdidos por el proyectil dorado. El sonido vibrante y aullador de la bala quebró la olla de Hestia, y derramó por los campos el fuego sagrado del hogar. Prometeo llegó a ver parte del fulgor que ahora quemaba los campos, “una vez fue mío”, pensó, antes de que el ave le volviese a comer las tripas y el volviese a olvidarlo todo.

En el camino la bala chocó contra el Ala Justa, rompió una pluma de Zeus - el Águila del Cielo - y Afrodita, que iba en sus espaldas, estuvo a punto de caerse al abismo de lo No Creado. Zeus no tardó en mostrarse molesto, por fortuna Hermes estaba cerca y logro apaciguarle contándole un chiste que nadie antes había oído. La bala viajaba más rápido que la luz, más veloz que las ideas, pero aún así, despreocupados y sonrientes, Zeus y Hermes se sentaron a planear el castigo contra la afrenta. En minutos decidieron el destino de esa bala pendenciera y el Águila del Poder dio un pequeño brinco y la alcanzó con el pico, masticó con fuerza, botando chispas por los ojos. Le ordenó a la noche que se cerrara en un guiño. Y cuando el ojo oscuro se abrió, la bala ya estaba convertida en una pequeña perla.

A dos cuadras de la casa, vivía el mecánico en una casucha. Esa misma noche el abuelo rompió los goznes de la puerta de madera a martillazos y entró como un minotauro rabioso, tan rápido sacó el arma que yo – pasmado, observando desde el patio – no pude distinguir el brillo dorado que antes tenía. Ya don Surubí, el mecánico, se había levantado y escrutaba ansioso la oscuridad con sus ojos de pescado, de allí el sobrenombre que le daban. El abuelo disparó contra la cama abultada y una lluvia de plumas inundó el cuarto, iluminándose a través de las ventanas sin cristales, las plumas salieron hasta el patio, huyendo en los remolinos que les propinaba el viento caliente de la noche. Don Surubí encendió la luz, y vi al lado de su cama una foto sepia, enmarcada en un pedazo cortado de metal.

“Vas a aprender a arreglar autos, maricón”, dijo el abuelo agitado pero con voz firme, tenebrosa. Don Surubí no dijo nada, lo miró con cara de rencor supremo, sosteniendo sus pantalones. “Los frenos del Apolo casi nos matan esta vez, nos fuimos hasta el río”. El abuelo le decía Apolo al pequeño Volkswagen que tenía porque – según él – era el carro del sol.

Pude ver entonces la foto con claridad: una hermosa mujer que se parecía a la abuela sonreía aguantando un gallo de pelea entre las manos. Don Surubí lanzó una mirada temblorosa a la foto, trató de ocultarla con su gordura. “Ya no es tuya, maricón”, le dijo el abuelo. “Olvídate de una vez” terminó y se dio la vuelta, me sostuvo de los hombros y empujó con su cuerpo hacia delante.

Nadie supo, milenios después, que fue de la perla dorada que hubiese podido ser guerra entre los Dioses. Algunas Furias y Ninfas murmuran por ahí, que Zeus se la regaló en un collar a Hera, y que fue desde entonces que ella quiso ser la protectora de las nupcias, los noviazgos y compromisos.

Esa noche nos fuimos callados a la casa. Le pregunté al abuelo porqué había disparado. “ese maricón lo hace al intento, hace años que le gusta la abuela”, me dijo. Me conformé con ese misterio.

Cuando llegamos, la abuela estaba despierta y se había puesto un vestido, unas manillas y un collar de perlitas. El abuelo, atónito, le preguntó: “¿Qué estás festejando? ¡Andáte a la cama!” y luego se fue él a dormir, refunfuñando. Yo me quedé al lado de la abuela, que festejaba el seguir viva, obviamente. Pero creo que lo que más le alegraba era seguir al lado del abuelo, para recordar todos sus momentos mientras los dos viejitos se apagaban en sus olvidos y accidentes, todos los momentos del cielo.

Escuchándola cantar, me adormecí sobre el mesón:

“…We´ll return dear
to the skies
and we´ll vanish
the pain and the sorrow
until tomorrow
good bye"

miércoles, 6 de diciembre de 2006

Richard Sin Muerte (Cap 1)





A Richard lo trató de colgar su propia madre. Yo lo vi desnudo, negro como un perro de calle, corriendo a sus seis años a la casa más lejana de la esquina. Su madre moriría diez años después, de un agudo cáncer en el útero. Esa noche, lo persiguió con la cuerda anudada en su mano, vociferando insultos que mezclaban la ira con los vahos de la chicha amarga. No lo alcanzó, Richard vivió dos años lejos de la chichería de su madre, cuidado por un señor testarudo pero amable, padre de Tipi y Luis, dos gorditos de clase media que temían a todo el mundo.

Cuando volvió su madre lo recibió con un latigazo de trapos mojados en su cara, le marcó el rostro con arañazos, lo metió a trabajar de nuevo a la chichería. Richard no dijo nada, se calló nomás y se puso a servir los cascos de chicha.


El padre, don Ricardo, era un viejo tortuga chueca que se había quedado paralítico de tanto beber. Teníamos que recogerlo entre los dos, Richard y yo, agarrándolo de los hediondos sobacos y soportando sus estúpidas crónicas en quechua. Él decía que no estaba inválido, que cuando no lo veía nadie, él se llevaba a la negra Susana a su cama y le hacía de todo, incluso alguna vez, Susana nos dijo con su melosidad cubana: “Ese viejo la tiene grande chico”. Pero nadie creía a don Ricardo, pues combinaba su historia absurda con la del payaso que volaba por la iglesia de San Joaquín o la de la capilla fantasma en la él había visto a Melgarejo bebiendo al lado de las putas más caras de la república.

“Nunca voy a tomar un solo trago pelotudo” – me sentenció Richard un día – “así que el rato que me quieras hacer beber, te mando a la mierda y te saco tu re – puta para variar”. Yo me reía hasta orinarme cuando él hablaba así, pero igual creía en sus promesas. El tipo era duro, era el que mejor peleaba de todo Villa Loreto, pero era un tonto grandote nada más. “¿Por qué crees que yo voy a empezar a chupar antes que vos pues cojudo?”, le dije un día. “Por qué tienes plata y eres choco pues marica”, me respondió. No entendía nada, su viejo tenía 12 años cuando empezó con la chicha, y mucho menos plata que el mismo Richard.

Creo que en realidad, lo que quería decirme es que su promesa era más fuerte que mi adolescencia, y como tal, yo empecé a tomar con fiereza antes que él, y él nunca me pudo voltear con trago, pero si con chicha o guarapo.

Así me acordé de este hijo de mala madre cuando lo fui a buscar a la morgue improvisada de Cerro Verde, cuando me dijeron que lo habían dejado como a un chancho, todo cortajeado en medio del cerro. Me tapé la nariz con un pañuelo mugriento y destapé el aguayo sucio que cubría su cara. Era otro, mas bien, respiré con alivio a pesar de la pestilencia de muertos que había en ese cuarto de tres por tres.

¿Dónde está este imbécil? Si no está muerto, ¿dónde anda?. Me dí la vuelta y sali casi corriendo, le bote una moneda de a peso al gordo que cuidaba la morgue, de reojo pude ver que le empezaba a quitar las botas al muerto, claro, como nadie lo iba a reconocer.

Me fui en un taxi, corriendo, agitado, pase por la chichería y después pasé por el templo de San Joaquín. No había ningún payaso volador, y eso que eran exactamente las seis con seis minutos. Entonces lo vi sentado en la chichería de doña Laura, el padre borracho, don Ricardo. ¡Seguía vivo! ¡Y por increíble que parezca, estaba caminando además!. Cuando me bajé a saludarlo y a interrogarle sobre el paradero de su hijo no-muerto, don Ricardo tuvo que erguirse y me sonrió ruborizado: la negra Susana le estaba practicando un blow job en plena esquina, a la luz de la tarde y para deleite de todos los viejitos borrachos.

“Don Montesco ¿Cómo ha estado?, ¿sabía que se murió el pobre Richard?”, me dijo, todo de golpe.



Continúa lueguito.

Orhuarpa




“El mito de los Nibelungos los llamaba hijos de la niebla”
V.M. Samael Aum Weor
Maestro de la Gnosis


Siete días, la nieve como uñas de vidrio en nuestros cuellos, el viento que corta los rostros y nos hace más viejos. Somos pequeños puntos, semillas de abeto, dentro del telar nevado de las montañas. Zfafigh – el árabe corpulento y viejo que nos ha contratado - lleva a un perro de dos cabezas en sus brazos, el perro nació semi desnudo y aúlla por el frío, no es como nuestros lobos. Hasta ahora nunca nos ha contado como vino al mundo ese prodigio, de dónde vino, para qué lo llevamos con nosotros. No importa, el oro de los Cofres Joritas es bueno, sus monedas nos esperan en casa.

Pienso en Medine, mi esposa, en su mirada oscura y de mal augurio, en cómo se rehuyó a que Zfafigh entrase a nuestra choza. Recuerdo también a Gela, la madre de Medine, escribió una sarta de maldiciones en la entrada de nuestra casa y escupió sobre amasijos de retama cuando nos fuimos. Ese gesto, desde hace siglos significa un destino, “que vuelvan solamente los recuerdos de su cuerpo, que su alma vuelva sin hueso”, eso decía mi madre y solamente la vi hacer ese tipo de sortilegios una vez en su vida. Nunca más vi a mi padre, él se despidió sin abrazarla, como si una sombra poderosa le abriera el corazón para extraerle todo el cariño.

Orhuarpa.

Mathra es el altar que buscamos, no recuerdo el nombre de la elevación donde se esconde, pero los más viejos le llamaban simplemente “El Pico”. Zfafigh está repitiendo una serie de frases que no entendemos, lo ha estado haciendo por días mientras le hecha terrones de sal al perro, creo que lo hace para irritarlo; el pobre bicho está ronco de tanto aullar y en las comisuras de sus labios se pueden ver hilillos de sangre, el frío está partiendo su piel y sus entrañas.

Maldigo ser explorador, ser ayudante, maldigo estas montañas, reniego contra todas las islas de las que escapé, los dioses de los Azores han olvidado nuestras almas en medio de la nieve. Maldigo a los fantasmas de la niebla y a todas las criaturas invisibles que mi profesión me ha obligado a ocultar.

Finalmente, al principio de la séptima noche, Zfafigh ha divisado al altar. Su alegría perversa provoca un eco tenebroso en los montes que nos rodean, sus pulmones parecen llenos de nieve mientras ríe. Ha acomodado con una calma femenina al perro, lo recuesta sobre una helada piedra que se hala sobre el declive, mientras el corre como un loco a besar la roca negra-verduzca que según veo, es Mathra. Dos de los morenos ayudantes de Zfafigh limpian al perro y observo con temor y náusea como uno de ellos le lame las llagas con vehemencia, sacando la sal de la sangre coagulada, sin inmutarse siquiera, el animal ya no aúlla por sus dos bocas, ahora suelta sonidos burbujeantes, como los de un enorme salmón fuera del río.

Zfafigh llora y ríe, acaricia la roca de Mathra como si fuese una madre lo que ha encontrado y no un altar repulsivo, tallado sobre algún mineral que no reconozco, repujado como si fuese de cuero en esa piedra de ángulos increíbles que se sostiene piramidalmente sobre su único vértice definido. Cuando llego a su lado, siento que mi estómago se vacía de repente, pero no puedo expulsar nada, no hemos comido desde anteayer. Sobre la superficie puntiaguda de Mathra yace un animal quemado por el frío, degollado, negro y al parecer no es un animal de tierra, es viscoso como un gusano, escamoso y brillante a pesar de que su muerte parece ser milenaria.

No me explico como, pero bajo el toque de Zfafigh, el cuello cercenado empieza a sangrar, como si la criatura hubiese muerto ayer... su sangre oscura despide un vapor pesado y azulino, parecido al del hierro cuando se templa. Veo que tiene seis patas, las dos posteriores están casi atrofiadas, convertidas en extremidades que asemejan tentáculos descomunales, del cuello del perro emergen tres horrorosas antenas, o lo que parecen ser antenas y se enroscan presurosamente al brazo de Zfafigh, con caricias famélicas que me recuerdan a los cangrejos desesperados cuando los aplastan las piedras de los niños.

“Thyndalos Nyarlat Rly Rly F´tagn” – repite el enorme Zfafigh bajo su turbante raído. Uno de sus ayudantes trae al perro de dos cabezas y el otro, de un solo tajo, le corta una de las cabezas. El perro parece no sentir nada, muere inmediatamente, no sangra, sus coágulos internos deben ser como astillas hirientes de hielo rojo que se quiebran en sus venas. Zfafigh le ofrece el horrible trofeo al animal, poco a poco su cuerpo de seis patas toma un color verduzco sobre el altar de Mathra, parece respirar con una lentitud horrenda y esas antenas chirriantes y rojizas se introducen por el cuello amputado, buscando quizás el cerebro del perro.

Mi corazón se torna negro y vacío cuando los ojos de la cabeza cercenada vuelven a abrirse. Llevo mis manos al cinto que sostiene mi puñal, pero los dos monigotes ya me han sostenido por los codos, me obligan a inclinarme frente a Mathra. Ahora comprendo el destino que me escupieron encima. “Orhuarpa Rly Rly” dice sonriente el árabe. Los monigotes estiran mis manos hacia el dios renacido, hacia el monstruo de otros mundos y otros tiempos que ahora empieza a olfatear mis dedos. En la lengua maligna de los Atlantes, yo sé que lo último que ha dicho Zfafigh significa algo así: “Come, come Orhuarpa”.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Los brujos doctores


Hay brujos y magos que se hacen eternos y otros que cuando se mueren, descubren al Tiempo Absoluto. Hay algunos, como el Matus y el Genaro, que te sacan la piel para que puedas ver tu esencia, que te insultan si vuelas sin ser un pájaro. Hay otros como Houdinni y los ahogados, como el mismo Shakespeare, que te marean, que le hacen creer a todos que allá no hay magia, que todo es truco. Pero de que hay, hay.

Hay los que te eligen para comer la Ayahuasca, que no se deja comer si es que tu no estás listo para elegirla. Hay los que son kallawayas y no tienen tiempo, hay los quechuas que hacen el futuro con pedazos de estaño, hay los aymaras que deciden quién será apedreado por infiel y a qué impía mujer se llevará el cóndor. Hay inclusive uno - que creo que es Guarayo - culpable de absolutamente todas las enfermedades o hasta de que te coma un animal en medio de la selva; él se transforma en la muerte.

Hay brujos abuelos y hay brujos recién nacidos. Hay los de Cherenzi, los enemigos de la búsqueda, hay los brujos rojos y negros y los que tientan con dados y pernoctan con intención de comerse a las doncellas del pueblo. Hay brujos y magos por todas partes, Fata Morgana se puede ver hasta los 3 años de edad, después los padres te prohíben la pagana credulidad, te ciegan, te atontan con su negativa racionalizada. Fata Morgana sigue allí, otra bruja. Los brujos dragones, los magos duendes y enanos, los brujos tigres, las brujas vampiras que te llevan a las montañas andinas y te hacen creer que son hermosas para que las ames y beses de cuerpo entero. Pero al final son cadáveres, ñustas malditas, ya muertas.

Hay brujos que juegan con números y que dicen que todo lo que descubren es ciencia. Hay brujos que se dieron cuenta tarde y temprano. Hay brujas sin escoba, que aún no puede atrapar Tor Quemada y que saben que la Alquimia poco tiene que ver con el oro y muchísimo con el sexo. Hay brujas deliciosas que se sientan tras los estantes de los bancos y de las empresas de seguros.

There is a witch doctor.

Hay brujos que nadie entiende y todos niegan de frente.

Pero ellos siguen ahí.

La cabeza, cap 1.

Con el aire sostenido por ese instante, el cuarto oscuro y el frío que subía de las escaleras, era imposible aguantarse. Llevaría Carmen las manos al estómago, escupiría las ganas de llorar, se le soltaría alguna vergüenza. Eran sólo los dos y la visión que se repetía pesaba demasiado, asfixiaba como una serpiente que sale de adentro. Alguien – uno de los de la universidad quizás, un maldito ocioso – les había enviado el “dvd” en una cajita pequeña, envuelta con cabellos azulinos y teñidos de un rubí mortecino, demasiado parecidos a los cabellos de Carmen.

El vídeo mostraba la toma fija y ennegrecida de un ático. Si no fuera por los muebles de mimbre y los abrigos empolvados, Fernando también pensaría que era el suyo. Tal vez era el suyo, años atrás. En la tapa del cd, estaba impreso con leterín: “el futuro sin cabeza”.

Ahí está – dijo Carmen, como llorando, haciéndose la valiente sin poder convencer. Ahora llevaría las manos al vientre, ahora reventaría – Ahí está, yo no me la creo – sancionó.

En la pantalla, una sombra pequeña subía por sobre la puerta abierta del ático, pequeña parecía, pero crecía extrañamente; no debería ser un hombre pero finalmente terminaba constituyéndose como tal: un hombre grande. Más que crecido, se podía decir que estaba algo así como inflado.

Su cabeza se desprendió – en la sombra – y empezó a flotar.

Pero no era eso lo que hacía que Carmen apretase las piernas para no dejar ver el pis. Era la risa, aguda, burlesca, parecida sin duda a la de Justo, el padre de Fernando. Y cuando Carmen vió la cara de Fernando, el miedo se le confirmó.

Aflojó su vientre para llorar y el pis le mojó los calzones. Fernando no dijo nada.

viernes, 1 de diciembre de 2006

OSCURIDAD, PAG 3


La Cueva Larga Larga




Poema mutante: cuando lo mojas o le das comida o lo dejas al sol más de 7 horas, el poema cambia.



LA CUEVA LARGA LARGA


(Romeo)

Le has encerrado

Soy Burroughs, sé mi dama
El vaso en la cabeza, la bala que no esquiva
La enfermedad del jefe del mundo
Déjame dispararle al vaso
Y pasear por la ciudad de Atimia

Le has humillado

Y canta jazz como le enseñaste
Es brea hermosa y es más grande que la pena americana
Pero muere gorda, vieja y tullida
Sin piernas, amor,
ni un buen recuerdo le queda
“You go to my head” she said

Le has escupido

El descubre tu fuego, Prometeo
Y se concentra en tus átomos
Con sueños
De explorador
Cuando ha visto el libro entero
Su bomba truena en seis millones
… y una niña corretea ardiendo
No era tan bueno lo que él había visto de Tí

En las manos de un hombre
Le has puesto a prueba

Ahí viene Leviatán, sé mi lanza
La prueba que te mató, tiene cara, tiene escamas
Por tí amor mío, Job no maldecirá
Pero reventará las tripas del autor
Por todo lo que ha hecho,
por lo que he tenido que callar

Le has enterrado
Le has dado una cueva

Pero él sale
Te vuelve a ver, Protocosmos desnudo,
Él sale como Homero después de meditar
Él, Bodhisatva,
Él, Thunupa, él, Mártir,
y él
Ungido
Y si no lo hechas, te volverá a encontrar
Después de tan larga
larga noche de alaridos
La cueva del fin
quedará atrás