martes, 16 de enero de 2007

Rassouli: la búsqueda




La búsqueda de Rassouli, un agujero en la mitad de la mañana, un túnel embrionario donde todos hemos depositado angustias alguna vez, una respuesta a la meditación.

Rassouli brillante, Rassouli que encuentra, Rassouli que cierra los ojos y descubre espirales microcelulares, soles lejanos, estrellas de luto, úteros extra sensoriales.

Paranormal Rassouli, Rassouli del Irán iluminado, Rassouli que vive, Rassouli Tao Te King, Mantra Rassouli, Sol Rassouli.

Me estrello en los canvas, mi paradigma y su perspectiva no concuerdan, su esperanza pintada y mi desesperación exploradora, me estrello en el sol de óleo que no puedo habitar. El esperma que muere, la segunda visión antes de la tetradimensionalidad, la que mencionan como "segunda muerte", la perspectiva omnisciente, dos dimensiones creciendo hacia la tercera.

La invitación a buscar La Respuesta que se dá en todas las madrugadas.








jueves, 4 de enero de 2007

BABEL

BABEL
Romeo Marta

“the light that fueled our fire then has burned a hole between us
sowe cannot see to reach an end
crippling our communication”

Tool - Shcism


Siempre nublado y azulino, el limbo que puja sobre la planicie grita los nombres de Noé, invoca a los sobrevivientes del diluvio. Bajo ese grito, trabajamos como retorcimientos y embragues de carne, no esclavizados ni convencidos, trabajamos con la seguridad de encontrarte mi Señor, Jehová, para que nuestro cuerpo y alma tengan su propia escritura y su lugar impecable en el Libro de La Vida. Para que seamos dignos de todos Los Premios.

Aquella noche el Edén salió más índigo que nunca; brillante y pesada, Astarté nos observó con el celo más peligroso desde el inicio de los tiempos. Su fulgor – debimos haber notado – no era el del infierno que todos sabemos que escondía, era el de una furia profunda, una rabia mujeril que nos cortaba la piel mientras caminábamos y resquebrajaba las baldosas verdes con su arrebato, cargándolas de pena y miseria, cambiando el brillo verdoso de los adoquines por uno que parecía de lápida.

Eso era y no nos dimos cuenta: una lápida. Un Dios que nos amaba nos había confundido.

Ahora miro de frente, tu frente… y tus ojos rasgados no ven a este mundo como mis ojos negros, tu lengua es áspera y dulce y los sonidos que emites no llegan a mi corazón, solo llega tu perfume, tu deseo. Vivimos dieciséis años en la misma cabaña, diceciséis años sin que sepa realmente como pronunciar tu nombre y sin que tu sepas como mi abuela le decía a los guerrilleros, vivimos en cuerpos ajenos que se penetran con desesperación cuando el cielo del mundo se vuelve azul, como testigo quisquilloso de este desconcierto.

Sobre la órbita de mármol, zafiro y marfil, la espiral enorme de nuestra torre se acrecienta, como una caracola descomunal; es el dedo de Adán que intenta tocar al Padre pero no le alcanzan falanges ni voluntades, le faltan las las que una vez tuvo gratuitas. Dios se oculta más allá de este cielo cerrado. La tormenta cotidiana danza llevándose a Leviatán entre sus suspiros, levantando cocodrilos y peces regordetes desde el fondo del Tigris, como una mano cadavérica que revuelve la dicha para poner en su lugar la nostalgia; es un caos plomizo y eléctrico que angustia los pechos de nuestras mujeres y nos hace pensar en el castigo, en la confusión que se avecina. El Ziggurat habla con los vientos agoreros que pasan a través de sus ventanas y nos mira desde la penumbra de sus picos, esas recámaras que no veremos jamás, donde cuentan que vive un hombre con una quijada de oro, un sabio que nos está amarrando a la condena.

Tu rostro, Sennar, es como esos ladrillos férreos y versátiles, como el esqueleto de esa torre, tus cabellos como el betún y el limo con el que los pobres esclavos hacen el asfalto más fuerte y brillante del mundo. Pero allí sigues, si te toco o beso de todas formas nunca entenderé tu alma. Eres tan parecida al Ziggurat, Sennar, tan parecida. Eso te digo en el sueño, Sennar, en ese sueño de enfermo, del que he despertado tantas veces para ver tu cuerpo amarillo y del que no me acuerdo cuando te veo, del que no puedo contarte nada porque no entenderías.

Cuando nos dejen pastar nuestro ganado sobre la muerte oscura de Babilonia, cuando los graznares y los tañidos de nuestras desgracias nos persigan como una pesadilla informe y pavorosa y la vida se convierta en el regodeo más oscuro y entonces tengamos que atar a nuestras mujeres con cuero, cadenas y púas para romperles el placer a latigazos y voltearlas debajo y entre nuestras propias mugres, allí estará la venganza, allí el escarmiento se hará sentir. No debimos confiar en Egipto, que hacía lo mismo con sus esclavos, ni en los cantares de los Babilonios que nos hicieron creer en su hedonismo repugnante como forma de sublimación. No debimos dejarnos convencer, pero mirar tu rostro, Jehová, era demasiado tentador, era el reencuentro que todos buscábamos.

Dicen que los hombre amamos mujeres para meternos en ellas, que es el útero, la histeria primigenia la que nos llama desde esas paredes ocultas, como un Dios que no quiere dejarse ver y que invoca al retorno, al reencuentro. Yo te veo amarilla a pesar del cielo azulino y tengo a veces ganas de caer dentro tuyo, de reventar mi propia piel en pedazos al llegar al fondo de tu ser, ese ser que no entiendo, que gime en japonés cuando hacemos el amor mientras yo gruño en español.

Ur, Arach, Birs Nimrud que hirvieron antes y luego, que se plagaron de ambiciones como Babel y tuvieron sus plataformas lapidarias también, ninguna sobrevivió, cuando yo vi cómo quedó Babel y luego sentí en Babilonia el hedor del infierno surgiente, pensé en comos y porqués con más fuerza que nunca, saqué a mis hijos y a mi mujer de esa muerte lenta, escapando como Eva y Adán, pero esta vez echados no por arcángeles, sino por calaveras y cuerpos sodomizados, por muertos que ya no enterrarían a sus muertos.

Allá lejos, desde la colina, pude ver un camino negro que se extendía, la tripa de nuestro más grande Demonio, y entraba sinuosamente hasta el centro de Babilonia. Esa noche vi a Astarté triunfante, y mi mujer, Betlehem, me contó en voz baja la historia del navío, del robo inmundo que habían realizado nuestros jefes, el mismo Nepal, que caminaba como ángel sobre las nubes, había participado en el robo del Arca de Noé. Hacer volar ése Arca por los cielos había sido posible solamente en las manos de nuestro Patriarca, que era un Absoluto, pero en las manos de esclavos y fanáticos, nada volaría. Los pájaros de nuestros sueños cayeron como vidrio y plata ardientes antes de siquiera haber surcado el cielo azulino de nuestros misterios.

Ayer, cuando dormías, soñé que éramos uno, que habíamos reencarnado en la perfección dominante, y que caminábamos con pies de corderos sobre un barco bruñido, fastuoso. Ese barco atravesaba los cielos y era tan brillante como un espejo henchido de soles. Cuando me ví reflejado en la superficie del barco, nos ví a ambos, metidos en un mismo cuerpo y el terror me invadió como el mar invade las playas noctívagas. Me destrozó por dentro la idea de no poder ser yo y de haberte encontrado finalmente, ese pensamiento y la seguridad de haber disuelto mi identidad por recuperar nuestro amor me convirtió en un rayo furios, en una polilla inmunda que quería liberarse de ese capullo perfecto… y me liberé de ti, arrojándote al vacío entre los pedazos opacos de nuestro navío, que luego descendieron hacia la tierra, para estrellarse en un paraje lleno de tripas, hígados y ojos cercenados, un matadero de cariños donde descansaba lo último de la humanidad. Al despertar detesté tu patria y la mía, detesté esa distancia de océanos que nunca podemos saldar.

Entonces miré a Betlehem con asombro, y le pregunté de donde sabía tanto, y ella sonrió con malicia y con el triunfo de algo que no conocíamos los hombres. Fue tiempo después, cuando la tierra se partió y los mares y ríos entraron como tropeles hunos en la aridez que sobraba, fue recién allí que entendí a Betlehem y a la risa estruendosa que me desmayó. Era la risa de Astarté victoriosa, la luna y su aureola putrefacta que reflejaba el odio de la Nada contra la Creación, el odio contra un pueblo ingenuo pero desprendido, que quería estrechar las manos de su Dios y ungirle los pies con sus lágrimas, millones de lágrimas para untar los pies del Sol. Algo me dijo entonces, que Astarté y sus preguntas habían convencido al más sabio Nepal e incluso al de la quijada de oro, de que redescubriesen su rumbo, arrojándose a los brazos blancos y falsos de la luna en lugar de ir a buscar el reencuentro con el Sol. Ella los convenció para que buscasen la muerte y el infierno y para que convirtiesen en Babilonia en el tumor probatorio, en la herida más grande de nuestra era que mostraba entre sus supuraciones y sanguinolencias hasta donde puede caer un pueblo cuando le cierra la puerta al mejor de sus Dioses.

No sé entonces porqué te odio tanto, si somos casi iguales, de no ser por tus tetas y mi miembro, de no ser por una que otra curva que en mí se hace arista, seríamos idénticos, pero algo nos diferencia, y sé que te odio por esa diferencia entonces. Sé que te odio por eso y porque lo que odiamos es lo que tenemos adentro, odiamos el reflejo. Ayer no te detestaba, hoy sí, hoy me revuelve la cabeza oírte hablar, en ese japonés que nunca será boliviano, hablando a las patadas. Odio el pescado y las algas con las que salas el pedazo de lomo que me estoy comiendo, detesto hasta como caminas, con esa delicadeza tibia y mojigata, de Geisha, que no tienen las criollas de mi tierra, como si temieras, con cuidado, como si el suelo bajo tus pies se fuera a romper cualquier instante. Como si estuvieras en un maldito barco de cristal.

Y Astarté trajo idiomas, dialectos e insultos, y trajo joyas y perros, y golfas empedernidas y hombres sin hogar ni respeto. Y trajo la muerte que pudre desde la entrepierna hasta el cerebro y arrastró a todos los que sobrábamos hacia lo más oscuro de nuestros propios seres, a cubrirnos con la piel de seres muertos, trajo carnívoros sin piedad que nos enseñaron como matar a nuestros animales sagrados para bañarlos de salsas lujuriosas.Y trajo la penosa confusión.

Ese odio me ha podrido de afuera hacia adentro, amor. Ese odio se ha bautizado con el nombre de Sífilis y me vuelve loco con una parsimonía desesperante. Siento como sube de mis piernas, de mis testículos inflamados a mi pobre cerebro, me llena de imágenes, de deseos de muerte. Ayer, mientras tu caminabas en la cocina, ese odio me hizo olvidar tu cuerpo, en su lugar vi una torre horrorosa, de la cuál salía despedida una chispa, como un volcán impotente. Gracioso, así me siento, como un volcán impotente.




Nepal los vio con incredulidad y no pudo contestar ante esa decisión. El Arca la había recuperado él, con ayuda de Jehová, no de Astarté. “Nuestros padres, atlantes enormes, seres cuya sabiduría ni siquiera entenderíamos, construyeron este Arca con materiales extraños para nuestra ciencia. Con ella volaron sobre las lágrimas de Dios, cuando Dios lloró de pena sobre el mundo degenerado que la noche le devolvió, ¿Qué esperan ustedes? ¿Repetir la historia de esas lágrimas? ¿No saben que Dios llora sólo cada diez mil años? ¡Esta vez no llorará! No habrá lágrima que lave la mugre en la que Sennar caerá, ninguna lluvia se derrumbará para consolarnos de nuestra pena y llevarnos a la muerte. Esta vez el volcán se batirá sobre Babilonia y caeremos, como caerá su torre”.

Disparé sin miedo hacia tu frente, me miraste a través de la muerte, en el umbral de muchas evocaciones, asombrada, sin saber porqué te mataba. Empero sabías que en nuestro retorno, nunca más residiríamos juntos, en un solo cuerpo, sino para siempre espaciados. Te maté para que tengamos otras miserias y otras glorias, y más oportunidades de reconocernos, Sennar, te asesiné con esta pistola vieja y con una bala de guerrillero, para que reencarnes en un tiempo y en un lugar donde te conozca mejor, donde tu último grito sea en un idioma que yo entienda mejor. Te maté, además, por venganza, porque por tu culpa tengo esta sífilis.

Lo miraron, los tres torpes que antes eran sabios, y el primero en reírse fue el de la mandíbula de oro, el que antes era conocido como El Ilustrado, poco a poco apuntaron el gran cañón que salía de la torre hacia el rostro de Astarté, perillas, ruedas y molinos de mercurio, enormes engranajes de oro y cuarzo, mecanismos que producían música y tañidos que parecían alaridos angelicales se oyeron en todo Sennar. Y el Arca, cargada de escritos y poemas, de la sabiduría que Dios había hilado junto a las manos de los hombres, salió despedida hacia el ojo de Astarté. Una risa blanca y falsa se oyó en el firmamento crujiente, cocodrilos y peces gigantes salieron de los ríos con el ventarrón de la noche azulina.

Phaleg, un historiador nieto de nietos, vió esa noche en sus sueños y alguien le contó de esos ochocientos años después del diluvio, ochocientas penurias y despotismos que disimuló Babilonia después de las profundas lágrimas de Dios, que se enfureció por los alardes humanos y por las falsedades de hombres y mujeres; un Dios que en diez mil años no lloraría.

EL HUECO




  • EL HUECO


    EN ESE ENTONCES, CUANDO TODAVIA NO HABIA BAJADO SER LUGH A-NOGNATA , YO ME SENTI HUMANO, DESPROVISTO INCLUSIVE DE ESA SENSACIÓN DE VIDA REPETIDA, HASTA LIBRE PENSÉ.

    SOLO CUANDO LO VI DE NUEVO - ESTA TARDE - ME LLEGO DE GOLPE EL OLOR DE LA INMORTALIDAD Y DE ALGO QUE ME HIZO ENTENDER COMO HASTA ESO QUE ES HORROROSO, ONTOLÓGICAMENTE HABLANDO, TIENE SU PLENITUD Y SU OCASO, SU MUERTE LENTA.

    SER LUGH A-NOGNATA FUE ENTERRADO EN ESE AGUJERO, EN UN LUNAR DEL HIPER ESPACIO SIN TIEMPO, Y YO LO TRAJE COMO DE LA MANO, COMO SI FUESE UN IDIOTA, NO SABIA QUE PESE A SER MALÉVOLO Y PERVERSO, ERA SABIO, INTELIGENTE, EN UN NIVEL DE INTELIGENCIA QUE NO PODRIAMOS ENTENDER. EN ESE NIVEL DE INTELIGENCIA DE LOS QUE ORDENAN Y ESCRIBEN DESTINOS QUE NOSOTROS LLAMAMOS CASUALIDADES.

    NO SABÍA.

    ASÍ, CUANDO TU SABES O NOTAS QUE SOLO LLORAS Y TE ATORMENTAS O CUANDO UN AMOR HA DESDICHADO TU EXISTENCIA O CUANDO SEÑALAS UNA TUMBA CON ESTÚPIDA NOSTALGIA Y PIENSAS QUE ESO ES SIMPLE DOLOR, PURO SENTIR. ASÍ, DE ESA MISMA INGENUIDAD, LAS INVITACIONES SURGEN A MONTONES. CON CADA TRISTEZA Y ODIO, EN CADA CRIMEN, EN TODAS LAS NOCHES, EL HOMBRE INVOCA SER LUGHS TRAIDORES, ELLOS HUELEN CADA DESGRACIA COMO UN LEOPARDO HUELE LA SANGRE DEL HERIDO, COMO UN VIRUS HUELE AL ÓRGANO QUE ESTÁ DEBILITADO.

    YO LO TRAJE EN NOMBRE DE ALGO QUE NI RECUERDO AHORA. ES MORTAL COMO YO. PERO LA DIFERENCIA ES QUE EL SABE Y ESTARA AQUI CUANDO MI CUERPO SE ACABE. Y LA VERDAD ES QUE NO NECESITE PENTAGRAMAS, HEXAGRAMAS O ANAGRAMAS, NI CONSULTAR SIQUIERA A ABDUL. NO PENSE NUNCA EN LOS PERROS DE TINDALOS, NI EN LOS ANGULOS PUTRIDOS E INCOMPRENSIBLES, NI EN LA FIRME Y ATERRADORA PROMESA DEL PULPO QUE DUERME BAJO LOS MARES. NI EN ESO PENSE.

    SOLO PENSE EN TI, CREO.EN ESA PENA INMENSA QUE TU INVOCASTE EN LA OCASIÓN. PENSÉ EN ESA, QUE ERA UNA PENA AL PARECER CASUAL.

    Y AHORA LO TENGO FRENTE A MI, EL REVOLVER NO SERVIRA DE NADA, MENOS LAS PALABRITAS, LOS RITUALES, LOS INCENSARIOS, NI LOS LIBROS VIEJOS. PERO IGUAL DISPARARE Y DIRE MIS IDIOTECES.DISPARARE PARA VER SI POR LO MENOS MATO A ESTA PENA, LA MANDO DE VUELTA A ESE LUGAR SIN TIEMPO.

EL SACO DE LA SIESTA


EL SACO DE LA SIESTA
Romeo Marta.




“I am hope”
Neil Gaiman – Sandman
Preludios y Nocturnos


Con una mochila verde y un bolso negro, lleno de cientificismo, bronca y raciocinio moderno, fui a encontrarte. Era la siesta y una humedad adornada de bullas se hacía sentir sobre los guardapolvos y los sombreros en toda mi ciudad. Mi ciudad. Soñé de golpe, construí con el Sandman un hotel, un edificio extraño donde multitudes veían películas eróticas en los asientos más incómodos y se bañaban con luces de neón púrpuras profundas, subterráneas como el descubrimiento que haría. Un sueño donde el síndrome de Tourette tenía cura sin duda.

Cuando te hallé, con tu abriguito de pixie, cantando desesperada y hambrienta en el borde del último piso, recuerdo que un amarro de violetas se desnudó en mi barriga. Tenía una chompa estampada con colores, que eran un trucho remedo de Van Gogh. Danzando como gitano y gritando como Banshee invite a las cárdenas a escaparse del duplicado y cuando huyeron vi tus labios y los brazos que extendías con profundo amor, hacia mí, vi lo último que ve el Bodhisatva concentrado y lo primero que ven las espigas de trigo cuando vuelven a crecer. Vi al Cordero, la Copa de Oro, vi a Manitú corriendo en caballos crestudos de color caoba sobre tus cabellos.

Me besaste con el perdón irreversible. En el sueño, el movimiento rápido de mis ojos no duró una milésima; en la vida detrás de mis párpados, el beso y el consecuente abrazo duraron siglos, nos volvimos ancianos y momias y luego fósiles en esa opresión. No te había dicho nada, tu sólo dijiste “¿Por qué no?”, “¿Por qué otra vez nunca?, reconcíliate con el mundo, reconcíliate”, yo sentí que por primera vez en milenios lloraría de felicidad, tu eras mi cordón umbilical con una realidad alentadora, sin muerte ni tiempo. La lucha había terminado y veíamos un Sol blanco en nuestros ojos, plano y veloz como la comunicación perfecta que se extendía de tus venas a las mías.

Así, me dormí para siempre en tu pregunta y esperé la respuesta sin consternación.

Pero luego sentí a la bruja más cruda y pérfida en el portón del edificio y ví en un espejo como trepaba con ritmos marciales y robotizados. Circe, se había comido a las Tres Gracias, a los Tres Osos, a las Tres Muertes y a muchos tríos más. En su vientre, millares de mujeres se salpicaban de insultos unas a otras, esas matronas que en las historias de los mortales son más urticaria, castigo y penumbra que mujer, más odio que cantar de los cantares.

Sentí a un montón de amigos subiendo a sus espaldas, enmarañados como espinas en su voluptuosa sombra, y con sus chirridos y acusaciones iban cambiando los escalones de mi precioso edificio, transformando el neón púrpura profundo en mármol frío, en concreto mugriento por el cuál rebotarían una y otra vez mis huesos cuando me atrapasen. Los sentí con uniforme, con malicia y con los bolsillos bien pagados de chisme y prejuicio. Los sentí como dedos índices monstruosos y llenos de medallas de honor, dispuestos a caer encima del primer culpable, sus caras eran la primera piedra, la que más dolía por ser la traición inaugural.

Subieron los escalones Circe y las Gracias, que se arremolinaban indigestas en su boca, y me di cuenta de que era Barrón en la calle Harrington, de que el edificio era entonces la prueba de que la nada siempre tiene sus pasmosos aliados. El sueño se marchitaba, pudriéndose hasta oler a íncubo. Subieron los escalones y yo – Barrón – grité por la ventana como hace más de veinte años. “Nos están matando” grité, como si esas mujeres fuesen los paramilitares que minutos después destrozarían mi cuerpo a patadas. Grité viendo a mi madre que caminaba por las calles cercanas a la morgue, sosteniendo mis botas llenas de sangre y humillación, sosteniéndolas con los brazos y la joroba, como si fuese mi cuerpo mismo el que sostenía, incrédula de que su hijo se haya convertido en ese muerto blanco y
asustado.

Pero, como en la Harrington, nadie vino ni vió ni oyó nada, y yo, que tan sólo había recuperado las ganas de respirar en tu abrazo, observé como frente a mí se inflaba una pulpa venosa e informe, y se transformaba en una cama de dos plazas, desordenada y llena de bultos que hacían tumores entre las sábanas pecaminosas, que olían a sexo y a culpa. Nada tenía ya de ti ese camastro, tú me esperabas en el hall, con ansia, con el bolso negro y la mochila verde con los que yo había entrado al sueño para encontrarte.

Antes de que baje los escalones para seguirte abrazando, llegó Circe, el pelo teñido de negro, los ojos grandes como los dibujados en las cartas del Tarot, lloraba “andáte a la mierda” me dijo, mirando la cama, la prueba inefable para ella de que yo la había abandonado.

Cruzó mi cara con un zarpazo único, sin siquiera verme, me destrozó la boca y el mentón y transformó la sonrisa que me dejaste, en una hilacha de nervios y tejidos colgantes, mi sonrisa no se borró pero mi hueso desencajó por completo. La miré con desprecio profundo y corrí a encontrarte, pero ya el hall había cambiado, ya los paramilitares me asestaban los culatazos. Rodé como había rodado en Capinota, sangrando por la nuca y la boca y cuando llegué al piso, vi hacia la puerta, estaba mi hija allí, parada, tranquila y me arrastró de espaldas hacia el despertar. Lo último que recuerdo ahora es mi construcción elevada, mi Gaudi simple pero hermoso, el edificio trastornado y las ventanas que lloraban y dibujaban palabras con sus lágrimas lodosas: “Morfeo,
Oneiros,
Morfeo,
Onerios,
Morfeo” repetían en un coro minimalista y arriesgadísimo.

Recordé un juego de adivinanzas, donde se enfrentaban El Sueño y un demonio, el que perdía se sometería al fuego fatuo, el demonio cantaba “Yo soy la mosca, que pica al jinete, que picó al dragón que picó a mi Quimera”. El sueño se avivaba y cantaba “Yo soy la araña, Aracné que teje, que muerde a la mosca y al Señor de Las Moscas, que lo hace rabiar, yo soy el castigo y el premio y luego y por ende, soy el Universo”. Y el demonio cantó “¿Así que esas tenemos? Pues yo contra Ti, soy La Nada, el Profundo Vacío de la Anti Materia, el cantor y el juglar que han descubierto que un átomo de hidrógeno vacío es también poderoso”… “yo soy la Esperanza” dijo luego Oneiros al salir del infierno, sonriendo a pesar de escuchar los gritos del impío, del perdedor.

Mi hija Rafaela - Eurídice - había venido a cumplir su promesa, estábamos a mano, me condujo sin prisa, riendo y cantando idilios de dinosaurios y patos y mariposas en blanco y negro, me condujo hacia este mundo mortecino.

Desperté, y como en todo sueño y después de toda noche, los vestigios de la esperanza y de tu perfume y del color de tu cabello caoba y de tus uñas y de tu pregunta y de tus propios sueños, se fueron deshilvanando.

Desperté con la seguridad de que esta siesta perdería su torre, su armatoste de anhelos en cuanto me incorporara, por eso me quedé con los ojos cerrados, recordándote, viendo si podía abrazar mi aliento con la misma fuerza en la que tú me abrazabas. Rogándole a los Dioses que en alguna parte del Universo, la partícula opuesta e idéntica de mi alma te siguiese abrazando, en una memoria que para ellos recién empezaba y que para mi comenzaba a morirse, a transformarse en silogismo.

Y luego de decidirme a abrir las cuencas, borracho de un amor científicamente improbable, botaba sangre aún por mis labios y limpiándolos miré son sorpresa como a mi lado se había acostado un mugriento talego, un costal donde los Milagros habían escrito el sueño tal y como trato de contárselos ahora.

Me vestí con esa inmundicia blanquecina y percudida y corrí a través de ese despertar, para que todos vieran la ridiculez de un hombre feliz, que deambulaba velozmente por las calles de mi ciudad, pero no me di cuenta de que estos descubrimientos son poca prueba para la alegría.

Mi cuerpo aquél, el que te amó con todo, se había quedado en el colchón, encogido como una esperanza astral de un horizonte que se veía solo en otro cuerpo, en otro lado del cosmos. Ese cuerpo que no quería desprenderse del recuerdo, mordía la última y definitiva hilacha del talego, y cuando llegué a este ordenador, solo tenía sobre el cuerpo un pedazo ininteligible, carcomido, como cagado por las palomas invisibles de los sueños… el Otro se había ido tragando el sueño, deshilvanándolo como la memoria que yo guardaba de ella.

Ese pedazo restante es el que les envío ahora, a ustedes, que como yo despiertan y dudan de si aman a alguien de este mundo, dudan como yo dudo ahora de que el amor de las canciones, las farsas y los poemas sea algo más que una siesta a la que acompaña el cuerpo, dos cuerpos, mil cuerpos, vestidos de un saco inmundo, que es poca prueba para la felicidad y parece una oscura antimateria, de esas que no se dejan ganar ni con la esperanza.

Oscuridad, pag 5


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Los Nudos del Silencio


Romeo Marta

“Don´t tell god your plans”
(David Bowie)

El tigre blanco lo había arrastrado tirando de sus piernas hasta el borde interior de la caverna. En la saliva hambrienta y melosa del animal, los nudos se desataban como gusanos acalorados que comenzaban a despertar. Que los nudos perdieran su forma representaba un peligro horrendo… y muy cercano. Estaba pensando en eso, desesperándose con la idea del fracaso, cuando el pobre tigre estalló como una piñata rellena de bengalas, de adentro hacia afuera, sus restos irreconocibles empezaron a oler como ozono viejo y recuerdos de venganza.

¿No se han puesto a pensar que el dios de sus destinos es en realidad un perro?. Tanta adversidad y degradación, tantos hombres golpeando a sus mujeres, extendiéndolas como fardos inertes sobre la nieve, tanta fetidez y corrupción, como la del año pasado. Aún así tienen el descaro de escribir el nombre de su dios en las paredes del templo, en todas las murallas, hasta en la espalda de nuestros hijos puedo verlo, rasgado con sangre y alquitrán, eso es la religión de este pueblo repugnante: una mancha informe, un testimonio de la mentira. Los malignos shamanes nos han vendado los ojos, nos han hecho creer que algo podía existir, fuera de la carne, fuera del hueso y del sufrimiento, pero nada, sólo existe el mal, el encantamiento perenne, el olvido de los Dioses Solares.

En su mente se explicaba, repasaba y rehacía con meticulosidad cada uno de los nudos. Veía el espinoso enredo que le cruzaba el omoplato, el pentagrama de lianas y plumas que cortaba su vientre, el conejo sacrificado que le colgaba en segmentos por todo el cuello y de cuyos ojos vacíos emergían las sogas que asediaban su cuerpo. El tigre lo había volteado sobre el estómago y los nudos podían deshacerse en cualquier instante, pronto el sortilegio no tendría efecto. Había sacrificado - inútilmente - la vida de todos en la aldea.

La nieve empezó a oscurecer la entrada de la cueva y el miedo se hizo sólido, presente.

Yo cargo con mis ideas, mis vicios y mi comida. En mi espalda rancia no solamente están los años, están las estampillas de todos los maderos que he llevado para calentar mi hogar durante más de doscientos inviernos. Soy anciano y a pesar de la certidumbre de la muerte, soy poco devoto, mi odio hacia las religiones me ha hecho fuerte, soy la realidad. Frente a mí, uno de esos títeres que pertenecen al Lama me saluda con falso respeto, escupo a sus pies. Ellos no escriben el nombre en las espaldas de los niños, pero tampoco hacen nada para borrarlo. Encerrados como estatuas en sus monasterios, atiborrados de oro y cantando con las voces de los demonios, invocando a las Negaciones de Los Vientos. Cuando llego a mi hogar, salen a recibirme dieciocho nietos, el pan que ya está pudriéndose en mi costal no alimentará bien ni siquiera a diez de ellos. El año pasado Levik, al que le decían Petigrís Triste, ha muerto. Su padre levantó el dedo acusador hacia mí, culpándome por tener doscientos años y no saber nada de curanderismo. No soy un curandero, no creo en esas estupideces, soy un hombre de ciencia, vivo del conocimiento que escribo en mis libros y que cargo en esta misma espalda.

Nunca, durante más de cien años - y cien años, aún en la villa de Nak Rea son muchos - nadie lo había visto llorar. Sintió que las púas anudadas que él mismo había clavado en sus piernas se habrían, como flores macabras que adquirían una voluntad traicionera. En pocos minutos dejarían caer los Yvubal, los embrujos definitivos. Un Yvubal fuera de la carne bastaba para que murieran mil mujeres, eso le habían dicho. “Un Yvubal sin sangre de la qué alimentarse no atraerá al Silencio, atraerá a las Desdichas”. Con esas palabras le había advertido el que No Tiene Rostro, el brujo. Se volteó de golpe, elevándose con las piernas como si fuera un salmón fuera del agua, y sintió que el fémur se le dislocaba por la fuerza del impulso. Gritó hasta que le pareció que su garganta era como la nieve, fría, blanca, espantosamente seca. Pero pudo voltearse y luego se dedicó a buscar, miró sobre la nieve a su costado y luego temerosamente, movió la vista hacia su pierna.

El agujero horrendo que el Yvubal había hecho en sus músculos, ahora parecía sonreírle, como un presagio escrito por manos deformes, llenas de dedos húmedos y reptantes. Como escrito por el Silencio y sus Beth - Zegeles.

El Yvubal no estaba en su lugar, lo vió más allá, lejos, entre los restos del tigre, como arreglado recónditamente, adornado por la sangre y las tripas del animal. Antes de imaginarse a todas las mujeres que – por culpa suya – berrearían esta noche, comenzó a llorar, cien años de lágrimas aguantadas le bañaron los pómulos, el cuello, el vientre. Lágrimas que perforaron la nieve indeleble y que abrieron los ojos de Las Desdichas, que esperaban siempre a lo lejos y que habían estado viendo todo el ritual de los nudos, desde que amarró el primero, cerrándolo sobre su cuerpo, comenzando con esa tortura dedicadamente inflingida, ese martirio que era tan necesario para solicitar cualquier venganza, la venganza de Silencio, cruzó los espinos, hizo los nudos y mató al conejo, tal y cómo se lo habían enseñado.

Una de Las Desdichas, la más hambrienta, contó la historia de la humanidad y de los Luzbeles. Habló del engaño de Hassemjá, El Que Rompió La Puerta, y de todos los que lo siguieron. Y contó como entre los rebeldes destructivos, un enorme y hermoso Ángel - La Estrella de La Mañana - sostuvo la Tea de la Sabiduría todo el descenso. Cuando los Luzbeles llegaron a la tierra y fueron enajenados, convertidos en humanos con penes y vaginas, divididos e idiotizados, empezaron a perder su naturaleza destructiva, se convirtieron en animales. Hassemjá cambió su nombre a Hassajas y luego a Satánas y después a Satán, para hacerse pasar por un amigo, para perder su origen definitivamente. Pese a este engaño, Lucifer, La Estrella de La Mañana, volvía volando hacia los hombres, para despertarlos, llevándoles regalos que no eran más que perlas para los cerdos. Algunos despertaban con amor al ver la Tea de La Sabiduría, El Arca o Las Alas del Sol, los Regalos, ellos descubrían la Escencia del Todo y abandonaban la tierra para siempre. Otros, despertaban con furia, con ganas de venganza, y estrechaban con malevolencia su pacto de traición contra Los Dioses Solares.

A ellos, Las Desdichas y El Silencio, les romperían el alma.

No sé como, pero los sentí llegar. Eran aves, estoy seguro, una nube de aves ciegas que tropezaban con todo lo que estaba delante de ellos, parecía que no podían ver con claridad o que el reflejo de la nieve les destrozaba los ojos. Eran negras y horrendas, como los cuervos de los shamanes, pero tenían orejas y cuando reventé a uno de ellas a pedradas, me dí cuenta de que lo que no tenían eran plumas. Essak Sé, mi esposa menor, tomó a una en sus manos, yo me percaté muy tarde de ese error. El horrendo pájaro le mordió un dedo, fue suficiente; ella murió con el resto. Mil mujeres en una sola noche, tuvimos que amarrarlas a los camastros para que no nos mordieran, su furia era una maldición para la que nunca se nos hubiese podido preparar.

En el lugar donde quemamos los mil cuerpos, observé la casucha resplandeciente, tenebrosa, de tejas negras y paredes hechas con lapislázuli, por curiosidad y por frío me acerqué a ella, y en su interior conocí al brujo Rerzekbel, que tenía un solo ojo enorme en vez de rostro, y hablada moviendo los párpados. Todos mis amigos dejaron de cruzar palabra conmigo desde aquel día y se oscurecieron en un luto invernal, adormeciéndose en la oscuridad de sus casas solas.

El Silencio se reiría de él, eso pensaba. En realidad todo existía. Todo. Habían millares de vidas y existencias fuera de la carne, del hueso y el sufrimiento. Cuervos fantasmas, Tigres de Dos Cabezas, búfalos que hablaban y cabras aladas, dioses Mono y dioses Serpiente. No importaban las mentiras de los shamanes y las reverencias de los monjes, lo que Es, Es. Los cuentos que leía Levik antes de morir tenían más de cierto que la ciencia de los hombres, mucho más de certero que la amargura metódica y cortante con la que se había engañando tanto tiempo. Seguramente antes, alguien trató de hacer los Nudos del Silencio para llamar una venganza y por ello, tantas mujeres habían muerto bajo la locura de los murciélagos. Recordó a su padre, de quien todos decían que había vivido más de cuatrocientos años, él le dijo una vez, mirando a la luna de Nak Rea, “la ira y la tristeza pueden más que la fe, sobretodo en los hombres que viven para el odio”.

Después de pensar en ello, lloró un poco más, pidió perdón a los Dioses Solares y se preparó para la muerte, entonces Silencio, bestia dormida, despertó famélica y empezó a acercarse con un vuelo cerrado, en el que se agitaban sus treinta alas translúcidas, debajo de un collar de cabezas cercenadas, ánimas perversas que proferían palabras de maldición, palabras que secaban los abetos alrededor de las sombras. Sobre su joroba, Hastur, cuyo nombre no puede decirse, montaba calladamente. El Silencio cayó finalmente, y los nudos se desataron por completo.

Tenía rabia por todas nuestras mujeres, muertas en ese mar de dientes, saliva y furia, en esa irracionalidad. Casi de inmediato, al entrar a la casa, le pregunté sobre sus hechicerías, inquirí sobre cómo podía hacer para maldecir a los inútiles shamanes, a los monjes del Lama, a todos los religiosos y pusilánimes que vivían de la credulidad de mi pueblo. Él me dijo cómo hacer los nudos para invocar a Silencio, cómo introducir las palabras de la Nada en los Yvubal, y cómo perforar los hechizos en mis piernas. También me habló de Hastur y de todos sus Zegeles, los que no tenían forma, los que antes habían sido ángeles para nuestro pueblo y ahora nadaban por el firmamento como cangrejos negruzcos llenos de ojos y de deseos de destrucción. Habló de las Desdichas, las tres, las que vienen como alegría pero son muerte, las que cumplen deseos y llenan vasijas de oro, y parecen mujeres, dijo, pero sólo tienen cabeza de mujer y por debajo de ellas se extiende una existencia putrefacta, llena de escamas como la de los dorados que cruzan nuestros ríos; escamas, dientes, garras y finas algas que tienen inteligencia propia. Pero sobre todo habló del Silencio.

El Silencio, ahora lo recuerdo, él le llamó Ajamsek Sekbel. Yo sentí que sonreía detrás de ese párpado membranoso y saturado de venas. Sekbel es lengua antigua, mi padre nos prohibía decir los nombres de las cosas en la lengua Sekbel, era un habla sucia y llena de malos augurios, según él. Ajamsek Sekbel quiere decir “el que no perdona a los que han huido”.Yo he huido. Yo quise las vasijas, el oro y el fuego de la vida. Y cuando no los tuve, quise la venganza. Ahora lo sé, en medio de esta caverna horrenda, con los amarros y los Yvubales derramándose por todos lados mientras las hormigas de la cueva se acercan, ahora que comen del tigre y que miran de reojo a mi cuerpo roto y trozado, ahora que lloro y que he matado a mi pueblo. Sólo me queda esperar que el Silencio termine de alimentarse de mi cuerpo antes que las sucias hormigas.

Nak Rea desapareció en medio de una tormenta que tardó sesenta años en cubrir la aldea. Cuando la primavera derritió el sudario de nieve, los monos carroñeros encontraron un pueblo de hombres tristes, gélidos, un pueblo y ninguna mujer. Se llevaron los cuerpos de esos seres hacia la caverna más próxima y allí esperaron a que se descongelaran para que el sol los pudriese. Y como esa descongelación tardaba demasiado, cientos de años, uno de los monos aprendió a hacer fuego para derretir a los cadáveres, y cuando lo logró, todos los otros monos añoraron ese poder.

En la mente de los más pequeños y tontos, los que nunca podrían tener el fuego, creció una idea terrible.

Oscuridad, pag 4